viernes, 27 de mayo de 2011

LOS BUENOS

En el mundo existen muchas dificultades y alegrías, quiero aprender a reír, llorar y tener la esperanza de que siempre habrá alguien esperando por entregarme su cariño, como una mascota que cuida a su amo, a pesar de recibir muchas veces esos golpes ingratos que lastiman sus instintos.
Cuidemos todo lo que nos rodea, no es justo que paguen los demás nuestros errores. Propiciemos nuestro amor, las experiencias de la niñez marcan a una persona: si tuviste el apoyo incondicional de tu familia no te niegues a ti mismo el vivir con el amor del que fuimos formados.
“La adhesión, la entrega verdadera y muchos factores positivos; son lo que da vida a las cosas buenas, seamos como niños, no perdamos la inocencia, confiemos en las personas y entreguemos a cada uno de los obstáculos de la vida nuestras virtudes que nos llevarán a la memoria de los buenos.

P. Ponce

miércoles, 25 de mayo de 2011

Una polémica ortografía




Escrito por Marisa E. Martínez Pérsico









Es casi histórica la escaramuza gramático-literaria desatada en torno al reclamo que el Nóbel Gabriel García Márquez presentaba en una declaración, allá por el año ´97, acerca de la necesidad de “actualizar” las reglas ortográficas del idioma español. Sin embargo, muchos han malinterpretado sus palabras, o las han leído descontextualizadas, y no pocos dardos puristas han caído sobre las ideas del agudo escritor colombiano sin otorgarle el mérito de un análisis escrupuloso ni el beneficio de la duda.

Pero, ante todo, es necesario rescatar la disyuntiva “vocacional” que Márquez retomaba en sus declaraciones: ¿ser escritor versus ser gramático? ¿La elección de sopesar la exactitud de las palabras o la de enriquecer el idioma con creaciones espurias y neologismos ingeniosos que los siglos venideros clamarán por incorporar en las páginas de sus futuros diccionarios? En esta última línea debe leerse la reivindicación de García Márquez por “humanizar” el idioma español... (pero esto ya lo había dicho Ferdinand de Saussure muchos años atrás: norma y uso se retroalimentan de manera permanente; bebe uno en las aguas del otro y se van enriqueciendo de manera dialéctica).

Vayamos a las palabras de los protagonistas, y revisemos la fuente legítima para juzgar sin necedades.


Botella al mar para el dios de las palabras
A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.

No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo “pasar” tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra “condoliente”, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica.

Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: “Parece un faro”.

Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados.

¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.

En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y ¿qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?

Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.

Declaraciones de García Márquez para La Jornada, México, 8 de abril de 1997]. Entrevista concedida por García Márquez a Joaquín Estefanía

El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas (Botella al mar para el dios de las palabras, EL PAÍS del pasado martes 8 de abril): «Sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso, sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan conservadores».

Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido suprimir la gramática. Su discurso no lo dice.

«Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la Academia, significa “hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa”. Pasando por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera: “hacer a alguien o algo humano, familiar o afable”. La segunda, en pronominal: “Ablandarse, desenojarse, hacerse benigno”. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta.

El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico. Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le reprobarían «en toda línea».

«Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo, la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».

En toda la conversación, el Nóbel de Literatura reivindica su papel de escritor y como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje».

«Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente».

Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las uves, y con los acentos.

Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugerí es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una».

En cuanto a los acentos, irónico, explica. «Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos. Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma».

García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su diferente dialéctica es la que ha generado el debate.

«La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».

«Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente, que es el que recibe las condolencias. Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El General en su laberinto con una palabra sin inventar: condolientes. Se me ha reprochado también que en tres libros he usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros no he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales».

El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy expresivo.

«El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio».

Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros».








Fuente: AQUÍ

El amante inconcluso

Tomado de: www.



Lo primero que llama la atención de William Jefferson Clinton es su estatura. Lo segundo es un poder de seducción que infunde desde el primer saludo una confianza de viejo conocido. Lo tercero es el fulgor de su inteligencia, que permite hablarle de cualquier asunto, por espinoso que sea, siempre que se le sepa plantear. Sin embargo, alguien que no lo quiere me previno: "Lo peligroso de esas virtudes es que Clinton las usa para que crean que nada le interesa tanto como lo que uno le dice". Lo conocí en una cena que el escritor William Styron ofreció en su casa veraniega de Martha's Vineyard en agosto de 1995. Clinton había dicho en la primera campaña presidencial que su libro favorito era Cien años de Soledad.

Yo dije y se publicó en su momento que aquella frase me parecía una simple carnada para el electorado latino. Él no lo pasó por alto: lo primero que me dijo después de saludarme en Martha's Vineyard fue que su declaración había sido sincera. Carlos Fuentes y yo tenemos razones para pensar que aquella noche vivimos un buen capítulo de nuestras memorias. Clinton nos desarmó desde el principio con el interés, el respeto y el sentido del humor con que trató cada una de nuestras palabras como si fueran oro en polvo. Su talante correspondía a su aspecto. Tenía el cabello cortado como un cepillo, la piel curtida y la salud casi insolente de un marinero en tierra, y llevaba una sudadera pueril con un crucigrama estampado en el pecho. Era, a sus cuarenta y nueve años, un sobreviviente glorioso de la generación del 68, que había fumado marihuana, cantaba de memoria a los Beatles y protestaba en las calles contra la guerra de Vietnam.

La cena empezó a las ocho y terminó a la media- noche, con unos catorce invitados a la mesa, pero la conversación se redujo poco a poco a una suerte de torneo literario entre el Presidente y los tres escritores. El primer tema fue la inminente reunión de la Cumbre de las Américas. Clinton quería que fuera en Miami, como lo fue en realidad. Carlos Fuentes pensaba que Nueva Orleáns o Los Ángeles tenían más créditos históricos, y él y yo los defendimos a fondo, hasta que se vio claro que el Presidente no cambiaría de idea porque contaba con Miami para la reelección. "Olvídese de los votos, señor Presidente", le dijo Carlos Fuentes. "Pierda la Florida y gánese la historia". La frase marcó el tono. Cuando hablamos del narcotráfico el Presidente oyó mi opinión con oídos benévolos: "Los treinta millones de drogadictos de los Estados Unidos demuestran que las mafias norteamericanas son mucho más poderosas que las de Colombia y mucho más corruptas sus autoridades".

Cuando le hablé de las relaciones con Cuba pareció aun más receptivo: "Si Fidel y usted pudieran sentarse a discutir cara a cara no quedaría ningún problema pendiente". Cuando hicimos un repaso espectral de América Latina supimos que su interés era mucho mayor de lo que suponíamos pero le faltaban datos esenciales. Cuando la charla amenazó con volverse demasiado formal le preguntamos por su película favorita y contestó que era High Noon, de Fred Zinnemann, a quien había condecorado días antes en Londres. Cuando le preguntamos qué estaba leyendo lanzó un suspiro de alivio y mencionó un libro sobre las guerras económicas del futuro, cuyo título y autor no reconocí. "Mejor lea el Quijote", le dije. "Ahí está todo". La verdad es que ese libro único no se lee tanto como se dice, pero muy pocos admiten que no lo han leído. Clinton demostró con dos o tres frases que lo conocía muy bien. Entusiasmado, nos preguntó por nuestros libros preferidos. Styron le contestó que el suyo era Huckleberry Finn de Mark Twain. Yo hubiera escogido Edipo Rey de Sófocles, que es mi libro de cabecera desde los veinte años, pero preferí El Conde de Montecristo, sólo por razones técnicas que me costó mucho explicar. Clinton dijo que el suyo eran las Meditaciones de Marco Aurelio, y Carlos Fuentes no vaciló por Absalón Absalón, sin duda alguna la novela estelar de William Faulkner, aunque otros preferimos Luz de agosto por gustos personales. Clinton, como homenaje a Faulkner, se puso entonces de pie y con largas zancadas alrededor de la mesa recitó de memoria el monólogo de Benji, que son las páginas más asombrosas pero también las más herméticas de El Sonido y la Furia. Faulkner nos llevó a preguntarnos una vez más sobre las afinidades entre los escritores del Caribe y la pléyade de grandes novelistas del Sur de los Estados Unidos. Nos parecieron más que lógicas, si tomábamos en cuenta que el Caribe no es en realidad un área geográfica, circunscrita al mar, sino un espacio histórico y cultural mucho más vasto, que abarca desde el norte del Brasil hasta la cuenca del Mississipi. Mark Twain, William Faulkner, John Steinbeck, y tantos otros, serían entonces tan caribes por derecho propio como Jorge Amado y Derek Walcott. Clinton -nacido y formado en la sureña Arkansas- celebró la ocurrencia y proclamó con alegría su propia filiación caribe.

Entonces iban a ser las doce de la noche, y tuvo que interrumpir la charla para contestar una llamada urgente de Gerry Adams, a quien autorizó desde aquel momento para recaudar fondos y hacer campaña en los Estados Unidos a favor de la paz en Irlanda del Norte. Este debió de ser el final histórico para una noche inolvidable, pero Carlos Fuentes lo llevó más lejos cuando le preguntó al Presidente a quiénes consideraba sus enemigos. La respuesta fue inmediata y brutal: "Mi único enemigo es el fundamentalismo religioso de derecha". Dicho esto concluyó la cena. Las otras veces que lo vi, en privado o en público, me dejó la misma impresión que la primera: Bill Clinton era todo lo contrario de la idea que los latinoamericanos tenemos sobre los presidentes de los Estados Unidos.
Ahora bien: ¿sería justo que este raro ejemplar de la especie humana tuviera que malversar su destino histórico sólo porque no encontró un rincón seguro donde hacer el amor? Pues ese es el caso: el hombre con más poder sobre la tierra no ha logrado consumar sus ardores secretos por el estorbo invisible de un servicio de seguridad que sirve mejor para impedir que para proteger. No hay cortinas en las ventanas de la Oficina Oval ni un cerrojo de caridad en el baño reservado a las obras mayores del presidente. El florero que se ve a sus espaldas en las fotografías de su escritorio ha sido denunciado por la prensa como un escondite de micrófonos para consagrar en documentos de Estado los misterios de las audiencias. Más triste, sin embargo, es que el Presidente sólo quiso hacer algo que el común de los hombres ha hecho a escondidas de sus mujeres desde el principio del mundo, y la estolidez puritana no sólo impidió que lo hiciera sino que le negó hasta el derecho de negarlo.

La literatura de ficción la inventó Jonás cuando convenció a su mujer de que había vuelto a casa con tres días de retraso porque se lo había tragado una ballena. Amparado en esa argucia atávica, Clinton negó ante la justicia que hubiera tenido alguna relación sexual con Mónica Lewinsky, y lo negó con la cabeza en alto, como todo infiel que se respete. A fin de cuentas, su drama personal es un asunto doméstico entre él y Hillary, y ésta lo ha respaldado ante el mundo con una dignidad homérica. Perfecto: una cosa es mentir para engañar y otra bien distinta es ocultar verdades para preservar esa instancia mítica del ser humano que es su vida privada. Con todo derecho: nadie está obligado a declarar contra sí mismo. De haber persistido en la negativa inicial, a Clinton lo habrían procesado de todos modos -pues de eso se trataba- pero es mucho más digno ser perjuro en defensa del fuero interno que ser absuelto contra el amor.
Por desgracia, con la misma determinación con que negó la culpa la admitió más tarde, y siguió admitiéndola por todos los medios impresos, visuales y hablados hasta la humillación. Error mortal de un amante inconcluso cuya vida secreta no pasará a la historia por haber hecho mal el amor sino por haberlo vuelto todavía menos eterno de lo que suele ser. Llegó hasta el escarnio de someterse al sexo oral mientras hablaba por teléfono con un senador. Se suplantó a sí mismo con un cigarro frígido. Apeló a toda clase de artificios elusivos para burlar a natura, pero cuanto más lo intentaba más motivos contra él encontraban sus inquisidores, pues el puritanismo es un vicio insaciable que se alimenta de su propia mierda. Ha sido una vasta y siniestra confabulación de fanáticos para la destrucción personal de un adversario político cuya grandeza no podían soportar. Y el método fue la utilización criminal de la justicia por un fiscal fundamentalista llamado Kenneth Starr, cuyos interrogatorios encarnizados y salaces parecían excitarlos hasta el orgasmo.

El Bill Clinton que encontramos hace cuatro meses en la cena de gala que ofreció al presidente Andrés Pastrana en la Casa Blanca, era un hombre distinto. Ya no era el universitario desprejuiciado de Martha's Vineyard, sino un convicto enflaquecido e incierto, que no lograba disimular con una sonrisa profesional el mismo cansancio orgánico que destruye a los aviones: la fatiga del metal. Días antes, en una cena de periodistas con la señora Katharine Graham, la dama de oro del Washington Post, alguien había dicho que a juzgar por el juicio de Clinton los Estados Unidos seguían siendo el país de Nathaniel Hawthorne. Aquella noche en la Casa Blanca lo entendí en carne viva. Se referían al gran novelista norteamericano del siglo anterior, que denunció en su obra los horrores del fundamentalismo en la Nueva Inglaterra, donde quemaron vivas a las brujas de Salem. Su novela capital, La Letra Escarlata, es el drama de Hester Pryme, una joven casada que tuvo un hijo secreto de un hombre que no era el suyo.

Un Kenneth Starr de la época le impuso el castigo de llevar de por vida una camisa de penitente con la letra A del código puritano con el color y el olor de la sangre. Un agente del orden la seguía a todas partes con un tambor batiente para que los transeúntes se apartaran a su paso. El desenlace, por cierto, podría quitarle el sueño al fiscal Starr, pues el padre clandestino de la hija de Hester resultó ser el ministro del culto que la martirizó hasta la muerte. La técnica y la moral del procedimiento fueron en esencia las mismas. Cuando los enemigos de Clinton no encontraron méritos para juzgarlo por lo que querían, lo acosaron con interrogatorios minados hasta que lo pillaron por aquí y por allá en trampas secundarias. Entonces lo forzaron a acusarse en público a sí mismo, y a arrepentirse incluso de lo que no había hecho, en vivo y en directo, a través de una tecnología de la información universal que no es más que la versión trimilenaria de los tambores persecutorios de Hester Prynne. Por las preguntas del fiscal, capciosas y concupiscentes, hasta los niños de pecho se enteraron de las mentiras que sus padres les contaban para que no supieran cómo los habían hecho. Vencido por la fatiga del metal, Clinton llegó hasta la locura imperdonable de castigar a sangre y fuego a un enemigo inventado a cinco mil trescientas noventa y siete millas náuticas de la Casa Blanca, sólo para desviar la atención de su desgracia personal. Tony Morrison, premio Nobel de Literatura y gran escritora de este siglo agonizante, lo resumió con una plumada genial: "Lo trataron como a un presidente negro".